miércoles, 17 de agosto de 2011



Les dejo un enlace a la Universidad de Cuyo, en "cuya" Revista de Estudios Filológicos apareció, en 2008, una crítica a un libro de mi autoría (Antes del principio : Mitos y leyendas que contaron los griegos). Bueno, disculpen el autobombo pero, a veces, es necesario. Saludos.

http://bdigital.uncu.edu.ar/2961

domingo, 14 de agosto de 2011

¿QUÉ ES UN HÉROE (NEO)TRÁGICO?





Es frecuente, en clases o charlas específicas sobre el tema —incluso, en los espacios que nos permite nuestra propia tarea diaria—, que nos asalte la reflexión rápida y angustiante en ese instante de vacío que se genera cuando algún participante nos deja solos frente a ciertas preguntas genuinas y, si se quiere, apropiadamente inocentes. En tales ocasiones, como si Borges reverdeciera por el impacto, todo el universo parece dejarse percibir en una misma fracción de tiempo: la chispa de consciencia restalla en la intimidad. Es inevitable, porque es lo que impulsa toda búsqueda.
Una de esas preguntas es especialmente inquietante. Una de esas preguntas nos obligará a ir más allá de nuestra percepción para transmitir, con palabras humanas, una noción acaso diferente, pero reveladora de lo que alguna vez hemos denominado «patrón de lo trágico». ¿Qué es un «héroe trágico»?: esta puede ser la pregunta que, invariablemente, se presenta una y otra y otra vez. El auditorio que formula la cuestión —la voz interior que soslaya el tiempo de trabajo—  busca acercarse más a la fotografía de lo que pretendemos reconfigurar como neotragedia o tragedia para los tiempos modernos. Y es bueno que se proponga tal movimiento, aunque nos cargue de vacío momentáneo, pues pronto descubriremos que, como el inaprensible Dioniso, es sólo una hoja, acaso una rama, que habilitará el camino hacia todo un paisaje renovado.
La pregunta no es nueva. Sabemos que se la formularon los antiguos y que sus respuestas viajan «encriptadas» en las mismas piezas que nos heredaron sus hijos dilectos: Esquilo, Sófocles, Eurípides. Es más: nos atrevemos a aventurar que estos poetas trágicos —y todos los otros que desconocemos o de quienes nos quedaron restos o, acaso, títulos— fueron el último eslabón de una etapa de preguntas (buscar, incluso en su aspecto etimológico más profundo, no es más ni menos que eso mismo: preguntar), pues la búsqueda comenzó mucho antes, en los claros del bosque, en las danzas circulares, en los actos sacrificiales; tal vez mucho antes de las primeras anonadaciones frente a lo inevitable de la muerte: la vida misma.
«¿Qué es un héroe trágico?», parece repetirse en los períodos posteriores, entre los isabelinos, entre los dramaturgos de la Alemania posromántica, con Goethe y, mejor, Von Kleist como señuelos. Es curioso, porque el siglo XX, si no silenció la pregunta, al menos, ensordeció su vibración al pretender dar una respuesta definitiva: parece ser que el siglo del psicoanálisis y la hipocresía masificada ha negado las posibilidades de lo inefable en nuestras vidas cotidianas. Es evidente que el siglo XXI plantea, por lo que se ve hasta ahora, una ambigüedad altamente peligrosa ante la misma pregunta: ¿buscamos, a pesar de nuestro regusto por la «Pax burguesa»?, ¿negamos, aunque nos tiente el impulso por evidenciar nuestro misterio más constituyente? Tal vez tengamos que aceptar de una buena vez que nuestras famosas «contradicciones» son, en realidad, el amor a lo humano que hay en nosotros: el drama íntimo de lo que está llamado a la transmutación.
La pregunta tiene sus bemoles, pues podríamos descomponerla en varias otras y, aun así, encontraríamos que el núcleo mismo de la respuesta —que no es otro que el círculo diminuto que permitió la ignición de la pregunta— se encuentra en un espacio indefinible, inasible, inefable, pero real y verificable. Por ejemplo, el mismo interrogativo habilita otros: «¿cómo es un héroe trágico?», «¿cuánto?», «¿quién?», «¿cuándo?», «¿por qué… es un héroe trágico?».
Pasemos al otro término de la pregunta: lo que percibimos como tema puede convertirse inesperadamente en rema y, en el juego de progresión temática, queda en evidencia la superficie de espejos que tanto nos inquieta. Probemos: «¿Qué es un héroe trágico?». Podríamos dar profusas referencias sobre lo que define a un héroe y, estamos seguros, la noción general asume que un héroe es intrínsecamente «trágico». Pero, entonces, ¿por qué la especificación de «trágico»? En tal sentido, parece que incurrimos en una redundancia, en una tautología, si se quiere. Pero no deja de ser una mera apariencia porque, de inmediato, nos exigimos replantear el concepto de «héroe» y profundizar la noción de «trágico»: nuevas preguntas nos asaltan en el camino. Todo esto, en el vacío que propicia la pregunta del auditorio, en esa fracción de tiempo capaz de rasgar el velo protector de nuestras propias existencias.
Ya hemos tratado de justificar, en varias otras oportunidades, nuestras dudas frente a  las certezas que sobre este tema tuvieron medievales y renacentistas, por vía de las reflexiones de Aristóteles. La Edad Moderna y su consecuencia histórica se hicieron eco de estas configuraciones tradicionales para el «héroe trágico», por eso George Steiner extiende el certificado de defunción del género. En nuestra opinión, es un grave error considerar muerto al género sólo porque se ha transformado históricamente como realización material. La pregunta que dispara este apartado continúa latiendo, porque aquel núcleo —el mismo que intuye la noción— sigue con vida; por lo tanto, es posible algún tipo de soporte material que facilite (y, en cierto sentido, condicione) su búsqueda para los tiempos actuales.
Mientras tanto, nos mueve, si no una respuesta genuina, al menos sí un «modo» de enfrentar la búsqueda. Para nosotros, como para Aristóteles, al héroe trágico se caracteriza por ser un individuo extraordinario, aunque los parámetros de esa «extraordinariedad» sean sensiblemente diferentes, en su manifestación concreta, al que pretendía el filósofo. Tal vez lo que se intuye de nuestra pregunta sea lo mismo que los antiguos definían para su caracterización, lo que podemos «traducir» de esta manera: el héroe trágico es esclavo de la parcialidad de su punto de vista. Lo último es una manifestación de principios, pues lo que convierte en trágico al héroe es lo mismo —con la misma sustancia— que lo pondrá en el camino de su tragedia: la humanidad ingente, la humanidad en transformación. Por eso no estamos de acuerdo con la altisonancia de la aniquilación como característica de una tragedia verdadera: es sólo un aspecto —que puede estar ausente— y, por lo tanto, una estrategia limitada por lo que tiene de parcial.
Si nos llama tanto la atención «lo trágico», se debe a que, como creadores, incluso como lectores-espectadores, ansiamos conectarnos con la noción de lo total que, como un diapasón del universo, reverbera en ese centro íntimo que nos iniciará en la búsqueda. ¿Qué otra cosa era Dioniso sino un dios del hacer, del movimiento y de la transformación en tiempo presente continuo? Pero era un dios, un dios que habita en nuestro interior y ante cuya llamada es inevitable acudir (el «en-thousiasmós» es su misterio más propio). No es necesario que nosotros seamos héroes trágicos para echar luz a la neotragedia: nos alcanza con los protagonistas que, como en la Antigüedad, se «sacrifican» por nosotros. Esto es un camino abierto que las tablas del siglo XXI podrán aprovechar como herencia de la centuria precedente.


(C)Ariel Pytrell, Voces de la Neotragedia, «Apuntes para un teatro (neo)trágico» (en preparación)