domingo, 27 de marzo de 2011

La noción de lo trascendente y las dos características básicas de la Neotragedia(*)


Mario Marín y Ariel Pytrell en La tercera máscara, de A. Pytrell (1991)
Pocas cosas conmueven tanto como la grandeza humana en la profundidad o la efervescencia extrahumana como sensación de ascenso. La primera se expresa en lo que llamamos «lo trágico»; la segunda, en «lo cómico». Ambas se hallan confrontadas, aunque se buscan mutuamente, dialécticamente. Ambas coexisten en cada segundo de la vida misma. Ambas se replican en las situaciones límites y se contraen, agazapadas, en los instantes cruciales, para saltar al vacío y conmover. Ambas se funden en las lágrimas, y se confunden en la expresión del clímax vital. Ambas se estremecen juntas en las revelaciones poéticas; y se divorcian, de modo irremediable, cuando los hombres deciden postergarse en la aventura de ser sí mismos. Ambas son lo mismo, aunque miradas, cada una, tras el velo de su opuesto, de modo que buscamos «lo trágico» en la comedia, para hacernos reír; y «lo cómico», en la tragedia, para preanunciar el movimiento ominoso, acaso como lo quería Sófocles.  Pero, entonces, ¿en qué se diferencia una (neo)tragedia de su contraparte, la (neo)comedia? En el «modo» y sus características de género.
El «modo trágico», tal como lo concibieron los griegos, es necesariamente grave (spoudaîos, lo llamarían en sus voces helenas). Hoy, para una forma neotrágica, necesitamos combinar aquel humus grave nutrido de pistas cómicas que le sirvan de contrafuerte, en una suerte de síntesis vital, como un regreso a los orígenes, donde sí no estaban tan diferenciados. Hoy, no se puede concebir una tragedia moderna sin su condimento cómico, y viceversa. Esta es la más clara noción trascendente para la escena trágica —para una obra de arte, me atrevo a decir— y, tal vez, todo se reduzca a eso mismo: una misma fuente, distintas expresiones de ese motivo constitutivo del Ser (¡ah, sí!, porque hablábamos del Ser, por supuesto), que se multiplican ad infinitum. No se trata de una mezcla híbrida, de una forma corrupta del género, sino de una reunión saludable, cuyos tonos graves los da la «máscara trágica» y los efervescentes, «la máscara cómica». Por esta misma realidad escénica, evolucionada a lo largo de los siglos, tras el advenimiento del Cristianismo y su máxima figura heroica, George Steiner declaró con tristeza la «muerte de la tragedia»; aunque, en realidad, desechó la revitalización que traía tal transformación.
Esa síntesis ya la intuían los griegos de finales del período clásico; la practicaban con maestría los dramaturgos isabelinos, con Shakespeare a la cabeza; la buscaron los poetas filósofos de la Alemania incipiente de los siglos XVIII y XIX. Pero más importante es preguntarse en qué se diferencia una (neo)tragedia de un drama (¿burgués?). También nos respondemos tras reflexionar sobre el «modo» que exige el subgénero, con lo cual nos encontramos con dos características básicas.
Tanto en la caída como en el ascenso, debemos llevar con nosotros el elemento sine qua non: conciencia de esa grandeza y de esa efervescencia; de lo contrario, estamos en presencia de los momentos decadentes de todo ciclo cultural, en mero vaciamiento (que no, «estado de vacío»), una ingente reproducción de formas.
La noción de comedia como un género menor se la debemos a Aristóteles y a sus seguidores de los siglos posteriores. Pero los antiguos griegos observaron, desde los tiempos sin memoria, que algo había en esas algarabías populares de los komoi, un misterio que celebraban de esa manera desbordante. No hablaremos aquí de ese aspecto de las fiestas populares, ni siquiera de la profundidad de los khoroí tragikoi, ambos observables en el mismo mito de Dioniso. Pero sí destaquemos un principio trascendente en ambos aspectos: la noción de la trascendencia, de la «presencia cósmica» que envuelve y modifica, y limita las acciones humanas.
He aquí la primera diferencia básica entre una tragedia y un drama. Más que tender a «purificar» o «purgar» las emociones humanas, la neotragedia busca «satisfacer» la noción de «destino humano» que todo pensante lleva consigo, lo niegue o lo desarrolle. En efecto, todos pueden desarrollar y disfrutar una neotragedia, pero no cualquiera puede hacerlo: es necesario un espíritu de búsqueda, de rebelión y cuestionamiento, para verificar la constante trascendente que nos atraviesa como «especie-en-situación-urbana».
La segunda gran diferencia es la conciencia: conciencia de caída (no, de «fracaso», como lo veía Jaspers) y su posibilidad de ascenso. En otra oportunidad desarrollaremos la importancia de la anagnórisis en las (neo)tragedias y en los rituales dionisíacos; que nos baste ahora adelantar que no hay necesariamente tragedia en los dramas cuyos personajes son meramente «castigados» por los dioses o en aquellos en los que el capricho humano domina la escena, aunque haya muertes. No muere Edipo fulminado por ningún rayo divino en la tragedia homónima de Sófocles, aunque sí hay tragedia, pues descuella una búsqueda trascendente de conocimiento y una conciencia de caída que define a la pieza como una tragedia modelo del género. Podrá decirse que muere Yocasta, claro, pero esto no determina el clímax de la obra: tal vez sea más una consecuencia lógica de la circunstancia que un ejemplo de atributo genérico.
Finalmente, si queremos redefinir la tragedia para una escena moderna, debemos replantear ciertos presupuestos de la crítica acumulados a lo largo de los siglos y, como arqueólogos, limpiarla de ese barniz que nos impide verla en su más original expresión de arte performativa; en efecto, la primera expresión artística en Occidente de lo que hemos llamado «drama».

(*) De Las voces de la neotragedia: reflexiones alrededor de la escena, de ©Ariel Pytrell
Prohibida su reproducción parcial o total sin la autorización expresa del autor.



GLOSARIO
         anagnórisis («reconocimiento»): en el mito dionisíaco, reconocimiento de la naturaleza divina del dios. Como parte de la tragedia, momento en que el héroe o la heroína reconoce su «falta».
         Dioniso (también, Baco): dios de la viticultura y la vid, en torno al cual evolucionó el espectáculo dramático en la Antigua Grecia.
         Edipo: sabio rey de Tebas que venció a la Esfinge. Sin saberlo, mató a su padre y tuvo hijos con su madre.
     khorós tragikós («danza trágica»): solemne danza dórica, principalmente, en honor a Dioniso.
         kômoi: procesiones festivas en honor de los dioses; en especial, de Dioniso.
         Sófocles (497- 406 a.C.): uno de los tres trágicos griegos, exponentes del período clásico griego.
         Yocasta (también, Epicasta): hermana de Creonte, esposa de Layo, el rey de Tebas, y madre, con este, de Edipo. A su vez, fruto de la unión con su hijo, tuvo cuatro hijos: Polinices, Eteocles, Antígona e Ismene.
     
           OBRAS RECOMENDADAS PARA ESTA ENTRADA  
           Aristóteles, Poética 
           Jaspers Karl, Esencia y formas de lo trágico 
           Lesky, Albin, La tragedia griega 
           Sófocles, Edipo Rey 
           Steiner, George, La muerte de la tragedia

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