lunes, 11 de abril de 2011

GENÉTICA DE LO (NEO)TRÁGICO*


Crear textos dramáticos, 
resurgir la vida desde lo que muere
  

 Los martes a las 16.00 es la cita interrumpida —apenas— por el sonido lejano de los automóviles de la ciudad y extendida —siempre— como un  acto de rebeldía contra los relojes urbanos. Es el curso-taller de Escritura dramática para Neotragedia o, simplemente, «tragedia moderna» o «tragedia nueva», que se desarrolla en un Parnaso bastante particular: la Biblioteca Nacional. 



El ritmo del encuentro define la intensidad, la discusión, el entusiasmo. Nunca cupo mejor este último término: «entusiasmo», pues pertenece al nomenclador del culto al dios griego Dionisos, alrededor del cual surgió el teatro occidental con el nombre de «tragedia». Por supuesto, se trata de auscultar «lo trágico» a través de las distintas formas que dio el tiempo, para resignificarlo en nuestro presente y dar una forma nueva para contenidos nuevos. Los valores, la sociedad, el «animal urbano», el señuelo de los egoísmos maquillados de buenas intenciones, los quiebres de paradigmas; las oscuridades de una sociedad que enmudece y muere desangrada, una generación desaparecida, una madre que grita en la mitad de la noche, los mandatos sociales y sus tensiones sobre los individuos, el misterio de las diferencias, los derechos a las igualdades: la enumeración vale para los griegos antiguos, también para la época de Shakespeare o la de Goethe, pero ¿cómo funcionan en nuestro tiempo, si se pudieran aplicar así? Y sí, se aplica, funciona, ¡hay tragedia, incluso, en estos tiempos de especial apatía por ver nuestro costado más sangrante!

Esto mismo pretendemos trabajar en el curso-taller: un viaje desde el mismo origen del teatro occidental, una excusa para reconocernos un hilo en este gran entramado de la humanidad, y referir en un escenario-papel los silencios de esta memoria viva que somos. Ah, sí, porque uno mismo es la memoria. Uno mismo se alcanza y se realiza y, como en la historia de una mariposa, se disuelve en el punto final de su autoconquista, allí mismo, en el paroxismo de la consumación. Poético y bello, por supuesto, y aparentemente contradictorio y… ¡(neo)trágico! 

Uno mismo es la memoria. «El resto es silencio». Y es silencio sin mordaza, porque todos nuestros pasos nos acercan —como los edipos y antígonas y hamlets de todos los tiempos— al inexorable encuentro con quien uno es, más allá de modas, valores y estéticas históricas. ¿Algo que suena mucho a lo inefable; y tanto, que está a punto de caer en desuso? ¿Estamos hablando de «destino»? Sí, tal vez: del destino humano, el general y el individual (que sí, que lo hacemos nosotros al caminar, claro, pero ese es un caminar implacable, con la huella de nuestros propios pies, con la sombra en ristra detrás de nosotros, con el horizonte siempre a medio hacer, a medio concluir; en fin, la vida misma). 

Podríamos reproducir el programa de estudios y enumerar, por ejemplo, los matices de la tragedia de Esquilo, Sófocles y Eurípides; podríamos puntear aquí el período isabelino y mostrar el revés de las tragedias shakespeareanas y el alcance a su público: tragedia en sí misma, resignificada según el paradigma de su tiempo; o podríamos hablar de Goethe, de Hölderlin, de Kierkegaard, de Jaspers, de Nietszche… Y podríamos cruzarlo con dramaturgos de otros tiempos y lugares que acariciaron «lo trágico», incluso con quienes, desde la forma y el tema, incursionaron en nuestro suelo en una especie de readaptación de la tragedia o de ciertos aspectos del culto dionisíaco (allí están Bernardo Canal Feijóo, Juan Oscar Ponferrada, Sergio de Cecco, Griselda Gambaro, Ricardo Monti). Sí, podríamos cruzarlos aquí, porque lo trabajamos en el curso-taller, pero no daría cuenta de la experiencia —íntima, visceral, al mismo tiempo que intelectual— de sentirnos parte de esa memoria y generar una estética dramática que, en efecto, se hunde en la antigüedad clásica, para resurgir —como Dioniso, que siempre resurge y brota— como una primavera que siempre florece, siempre late debajo del asfalto duro de la ciudad. 

Si uno es la memoria, sería bueno no olvidar, pues está nuestra identidad, nuestro ADN más concreto (y seguimos hablando de teatro). Sin embargo, uno mismo es la memoria, y da cuenta de la memoria de la humanidad en la proporción que le corresponde.

Es curso porque tendemos a sistematizar un conocimiento. Es taller porque necesitamos poner en práctica ese conocimiento. Y, me atrevo a decir, es curso-taller porque necesitamos mentes, corazón y vísceras que presenten el contenido de «lo trágico» en tiempo presente, con personajes presentes, con historias, mitos, incertidumbres presentes, los de la vida urbana hipermoderna, monstruos necesarios que preparán nuestras alas para remontarnos a nosotros mismos y convertirnos de humanidad con la nota más alta, héroes que trascendimos nuestras propias limitaciones. Tal es la paradoja; tal el destino que nosotros mismos forjamos (con anuencia de lo divino).

Poco a poco, estamos descubriendo que «lo trágico» no ha muerto, sólo se ha resignificado en formas nuevas que, como hilos, fueron formando la trama que nos llega hoy. Ahora contamos con recursos de otras disciplinas (danza, cine, TV, multimedia) para configurar esta estética que satisfaga las necesidades de arte en esta contemporaneidad. En eso estamos, Necesitamos entusiastas que se calcen la máscara, que empuñen la pluma (la real y la otra, la virtual) y nos traigan el zumo de Dioniso, pues la tragedia vuelve toda vez que nos recordemos a nosotros  mismos. ¿El resto? Bueno, como se ha dicho: «el resto es silencio».

Ariel Pytrell

*Texto publicado en la revista Coartadas (de la Biblioteca Nacional), Nº 6, noviembre de 2010

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